Hay ocasiones en las que el sol se confunde, y no sabe si sale o se pone en su palindrómica rutina.
Creo que esta fotografía de un amanecer en Lagos se complementa con el poema Finitud de Tomás Segovia.
A Tomás, uno de los poetas que más huella han dejado en mí, le conocí en noviembre de 2007, una tarde de perros, cuando Juanra y yo fuimos a recogerle al apeadero de Monfragüe. Recuerdo especialmente su relato de cómo partió para el exilio con su familia «… yo fui un niño del exilio que hizo el recorrido que cuenta la película …» a Casablanca se refería. Un hombre sabio, repleto de vida, de los que se necesitan escuchar. Cuando se despidió de mí me obsequió con un ejemplar de su antología poética Tierra Firme, con notas manuscritas en los márgenes y con numerosas páginas marcadas con miniposit de colores.
Nos contó que él se consideraba un matriota, un ciudadano del mundo «ni soy español ni mexicano, sino todo lo contrario, lo importante son las lealtades» decía. ¡Qué buenos recuerdos!
FINITUD
La hora resplandece con sus mil fuegos frescos,
quieta y llena de danza,
callada pero risas le rebosan,
linda como el amor
en su fuente bebido.
Y el tiempo vuelve en sí,
se recobra, se deja de locuras
como nosotros que hemos hecho nuestra casa y nuestra dicha
del propio corazón abierto.
Y sin embargo —sin embargo te diría:
«ah, no te rías, dicha triste,
tienes el plomo ya en el ala,
el cenit que es tu gloria te fulmina,
vuelve, no subas más, caerás del otro lado.»
Pero ¿cómo negarte lo que es tuyo,
hora de perfección, porque eres breve?
Danza, sí. Crece, sí. Condensa tu belleza
cuyo peso ha de ahogarme.
Yo me aprieto la herida para hablarte
con una voz sin mengua:
mortal tesoro mío, sin porvenir te amo,
en la muerte hago el lecho de estas nupcias.
Yo canto entre tus brazos navegando el tiempo
sobre el regio oleaje de su danza,
aunque en su corazón remoto oigo luchar
dos tigres que enlazados ruedan hacia la noche.
[Montevideo, 1.11.64]
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